EL SARGENTO MOTA
Algo así, debe haberles
sucedido, es común.
Hace unas noches, en mi
sueño, iba caminando con alguien que extrañaba y que desde antes de la pandemia no
frecuentaba. Caminábamos por un sendero hermoso, charlando amenamente entre
risas y bromas, cuando dentro de las formas raras que solo los sueños brindan,
al llegar a mi destino dispuestos a despedirnos, él no era él, era otro por lo
que agradecí mi despertar abrupto.
La verdad, seguí
pensado en ese sueño que hasta “googlee” para entender la razón: “…soñar con
una persona es porque nos acostamos pensando en ella o hemos pasado una buena
parte del día haciéndolo…”, “…si no, lo más probable es que esta persona se
haya colado en el sueño gracias a su personalidad o cualidades…” - ¡jajaja!
Sonreí-. Ya muy tarde, quise hallarle la gracia, fue un sueño me dije y
elogiando a Calderón de la Barca volví a sonreír: “…toda la vida es sueño, y
los sueños, sueños son”. Luego, me permití avivar algunos recuerdos de la persona
camuflada, tercamente, buscando razón y sentido al sueño.
El “Sargento Mota”, era
todo un personaje en mi tierra. Ayudante infaltable en los actos funerarios y
festivos incluido las de épocas de siembra y cosecha. Al parecer había servido
a la patria, de ahí el apelativo “Sargento”. Además, utilizaba un capote de
militar y un cachupín negro, sombrero al estilo San Martín, que a la distancia
te hacía confundirlo. Algo trastocado (Mi padre decía que era muy inteligente, que
se “hacía”), inofensivo, se manejaba como “cortejador”, “conquistador”,
“galán”, teniendo en su haber una larga relación de “novias”, con cuyas
historias inventadas solía hacer reír a la gente.
Yo le tenía un serio
miedo que se fundamentaba en nuestra idiosincrasia. Sucede que, en los pueblos
andinos, los padres, siempre buscan la ayuda “inofensiva”, “pacífica” para que
los niños “no lloren”, “coman toda la comida”, “no hagan berrinche”, “hagan la
tarea”, “hagan bien los mandados”, etc. Y esa ayuda lo prestaban ad-honoren varios
personajes, entre ellos el “Sargento Mota” al que para estos casos conocíamos lo
como “el loco sargento”. Ergo, decirle: “! viene el loco sargento!” a un niño
berrinchudo, con seguridad iba a calmarle.
Congeniaba con los
colegiales adolescentes, porque ellos hacían un festín de todas sus ocurrencias
e incitaban a que flirtee a las chicas. Eran tiempos en que los chicos, podían
silbar, hasta en coro, a manera de piropo solo para sonrojar a las chicas. El
acto no era considerado acoso, sino simples bromas propias de la edad, de las
que las mujeres nos cuidábamos por el roche. En algunas ocasiones, a la salida del colegio,
junto al manantial de Andahuaylas, se apostaba el Sargento Mota rodeado de los
muchachos, quienes instigaban para que saludara a sus novias y luego reían
estentóreamente.
Por los chicos sabíamos
quiénes eran sus “novias”: Natecha, Noymi, Chela, Velma, Nelle, Rayna y luego,
no sé cuándo entré a formar parte de su relación, como Jodhet; lo que encantaba
a mis compañeros de salón que cuando tenían la oportunidad de chacotear,
escuchaba que le incitaban a llamarme y él obedecía, a veces hasta me enviaba a
casa: “Jodeth, Jodeth ve rápido a la casa”. Sabíamos que las bromas no lo
hacían de mala fe, nadie al Sargento lo consideraba un ser temible, solo
querían reírse con sus ocurrencias sosas, al que muchos adultos varones y
mujeres se plegaban. Nadie, tampoco, podía imaginar el miedo que me causaba, al
punto que cuando alguna vez, mi papá lo contrató de peón, enfermé y no fui al
campo.
Un día me enteré de una
infidencia. Cuando quería ser interesante y resaltar, modulaba su voz y se le
escuchaba diferente y nadie pensaría que era el “Sargento Mota”, no cantaba,
pero recitaba en perfecto castellano. El infidente me contó que, cuando se unía
a las serenatas, le pedían que declame su poema. Entonces salía un Becker o un
Amado Nervo, pero con un introductorio infaltable, de su propia cosecha y que
muchas escuchamos: “… a tu puerta ha llegado amada mía, henchido de versos mi
sagitario pecho, para anunciarte que no existe flor más hermosa, que mi amor
mira cuando te miro…” y seguidamente se iniciaba la serenata.
Alguna vez que visitaba
a mi tía, vi a doña Ballica, madre de dos de sus “novias”, mofarse llamándole
la atención, a la par que descargaba la leña: “… suegrita, suegrita, ni con
esta carga puedes y ¿vas a poder con mis hijas?, ellas van a terminar el
colegio de ahí van a seguir estudiando ¿vas a poder aguantar? ...” la gente que
escuchaba se reía y les incitaba a que diga si, entonces él reía y repetía “si
suegrita, voy a poder”.
Nelle, no le temía. Me
contó que una vez, mientras lavaba la ropa en el río, vio al Sargento echado en
la ladera y de rato en rato le tiraba piedrecitas, cual un enamorado. No le
hizo caso. Entonces bajó al río, se tumbó en una piedra grande y se quedó
dormido, mirándola. Habiendo terminado de lavar debía irse, pero no llegaba
ninguno de sus hermanos para ayudarla, entonces le dijo - Oye Sargento, no seas
vago, ven ayúdame - el sargento corrió solícito y le cargó una enorme tina
hasta su casa. Desde entonces muchos mandados le daba esta “suegra”.
En la cosecha de maíz,
de mi último año en mi tierra, llevaba los burros de carga a la chacra, montada
en uno arreaba al resto por un camino bastante estrecho. Estaba por lanzarme
del animal apenas lo vi, sentado sobre una muralla, pero al ver que los burros
tomaban otro camino grité - ¡Atájalos Sargento! - y él corriendo encaminó a los
pollinos. Detuve mi miedo, recordé a Nelle, me calmé y seguimos camino al
predio.
En el trayecto, el “Sargento
Mota” fue mi ayudante y guía, disfruté de sus aventuras con la “suegras” quienes,
enteradas de sus pretensiones, al parecer le hacían trabajar. Me hizo tanta gracia
el percance que afirmaba haber tenido con una “suegra” el año anterior; le había
hecho cortar leña todo un día, todo el tiempo recriminándole para que avance: -
Al menos sabrás rajar leña, sino ¿cómo piensas mantener a mi hija? -. Al día
siguiente, se enteró que la “novia”, ya se había ido a Huacho. Él reía feliz, mientras
sucedían los relatos.
La última vez que vi al
“Sargento Mota”, sin capote, sin cachupín, tranquilo, serio, fue en el entierro
de mi padre, a quién apreciaba bastante. Llorando me pidió un pañuelo que había
lavado - recuerdo de mi maestro- me dijo, enjugándose el llanto y doblando el
pañuelo.
Ahora que por el sueño
recordé, me pregunto, qué habrá sido de él, espero siga declamando sus poemas.
Judith Quinteros Ewest